Rafael Aviña
En el arranque de Macario (1959) de Roberto Gavaldón, inspirado en una obra del escritor B Traven, un texto en pantalla explica lo siguiente: “El día de muertos en México, es celebrado de una manera singular, debido a que el mexicano tiene arraigado un sentido muy peculiar de la muerte. Hace juguetes en forma de esqueletos, pan de muertos, calaveras de azúcar o de chocolate. En este día colocan en sus casas, ofrendas de flores y alimentos para que sus deudos coman y beban. El culto a los muertos data entre los indígenas de México, de ocho mil años, pero durante los siglos XVI y XVII, sus costumbres y creencias se mezclaron con las del Cristianismo por lo que sus ritos y prácticas son hasta nuestros días una combinación de las dos culturas”…
Lo que sigue, son imágenes de esqueletos de cartón, calaveritas de azúcar, altares, mujeres ataviadas de negro portando cráneos en bandejas, cirios, los títeres de Pepe y sus marionetas y más, en las callejuelas de Taxco, para rematar casi en el clímax de la película, con aquella portentosa escena filmada en el interior de las grutas de Cacahuamilpa en Guerrero, con virtuosa fotografía de Gabriel Figueroa iluminada con centenares de veladoras. Ahí, la vida del leñador indígena transformado en curador milagroso, interpretado por Ignacio López Tarso, se consume después de que la encarnación de La Muerte (un gran Enrique Lucero) le muestra su vela a punto de extinguirse en uno de los relatos fantásticos más logrados de nuestro cine.
El inicio de Macario hace referencia de algún modo, a uno de los episodios de la malograda aventura fílmica en nuestro país del ruso Sergei Eisenstein: ¡Que viva México! (1931). En ella, Eisenstein fue testigo de un curioso sincretismo religioso: tehuanas, lancheros de Xochimilco, corridas de toros, grabados de José Guadalupe Posada y por supuesto, la fiesta de Día de Muertos. Así, surgen imágenes fascinantes de esqueletos con fondo de una feria con Rueda de la fortuna, Sillas violadoras y Caballitos, niñas y niños con calaveritas de azúcar y hombres con máscaras de calaca ejecutando una frenética danza, acompañados de mujeres rumberas y más.
Una escena similar ocurre en las imágenes de apertura de Bajo el volcán (1984) de John Huston, a partir de la novela homónima de Malcolm Lowry. Albert Finney como ex ministro británico y alcohólico, recorre las calles de un pueblo cercano a Cocoyoc entre esqueletos de cartón, altares, ofrendas, tumbas, velas y flores, con Diseño de producción del gran veterano Gunther Gerzso, en una secuencia que recuerda a su vez otro pueblo de Morelos donde se oculta Demi Moore en La jurado (1996), de Brian Gibson, en la que se estiliza el folclor de “Día de Muertos” en un thriller de acción y suspenso. De hecho, Han llegado (1996, dir. David Towhy), entretenido y curioso relato de ciencia ficción, asume también con simpático mood hollywoodense la tradición de los fieles difuntos en una secuencia con calaveras y esqueletos de gran tamaño, al tiempo que un radio-astrónomo (Charlie Sheen) descubre la presencia de alienígenas en nuestro país.
Justo la defensa de las tradiciones de Día de muertos ante los excesos estadunidenses y la cada vez más arraigada tradición del Halloween, aparecen en Calacán (1985) de Luis Kelly, participante en el III Concurso de Cine Experimental: una ingenua y bienintencionada cinta de corte nacionalista para niños, protagonizada por los actores de la compañía teatral infantil La Troupe de Mauro Mendoza y Silvia Guevara, más Emilio Ebergenyi y múltiples marionetas, para contar una historia en la que se enfrentaban las costumbres mexicanas de nuestros deudos con la noche de brujas y monstruos de Halloween.